17 septiembre 2012

Pablo Márquez: "Like a Hurricane"

Pablo Márquez es un ilicitano que nos presenta un relato breve donde la angustia existencial y la sordidez de un mundo sin sentido, confunden los pensamientos de un hombre anónimo mientras conduce. Sobre una banda sonora a golpes de rock duro y un camino jalonado de semáforos en rojo como metáforas de una vida cualquiera, el protagonista abre una puerta a la esperanza: ¿es posible la huida?

Like a Hurricane

Un hombre sale de la oficina y busca entre la larga hilera de automóviles aparcados, el Peugeot 206 azul pálido que compró hace 9 años. Saca del bolsillo del pantalón una pequeña llave adosada a una gran bola del mundo y lo abre, se sienta, enciende un cigarro, rechaza temerariamente ponerse el cinturón, abre la guantera y lanza el móvil. La radio estalla con un ruido difuso a un volumen alto, el hombre que desprecia las normas de seguridad gira la ruedecilla con maestría -tambor de revólver descargado- y se detiene en una de sus emisoras favoritas. Elena, aunque ella nada importa en este relato, le habría dicho que bajara la voz, pero son los Guns N’ Roses y él tenía quince años cuando sonaba esa canción. Primer semáforo en rojo. Es noche cerrada, hace tiempo que los martes ya no terminan en bares de putas, aunque el hombre que adora los Guns N’ Roses nunca subió a la habitación con ninguna de ellas, “maricón” le gritaba siempre Armando, que importa algo más que Elena en la historia, pero tampoco demasiado, un gordo y calvo empleado de banca al que su mujer engañaba con el hombre que nunca subió a una habitación con una puta. Otro semáforo en rojo. Finaliza Febrero, hace mucho frío, las ventanillas están subidas, la calefacción no funciona, algún día deberá cambiar esta ruina de coche, un Peugeot 206 azul pálido que compró nada más firmar su primer contrato: un idiota alto de pelo largo, guapo, muy guapo, con unos inmensos ojos verdes que no parecían de verdad, sujetando con firmeza el bolígrafo ante su jefe, otro gordo y calvo impotente que amargaría sin descanso la vida del hombre del Peugeot 206 azul pálido. Tercer semáforo en rojo. “¿Qué será de ella?” (ella es importante para este relato), sentada a su mesa, cogiendo el teléfono con esas manos tan pequeñas, sonriendo a los clientes mientras echa la cabeza hacia atrás, la melena larga, negra, la falda más arriba de las rodillas, corta sin serlo demasiado, su boca mordiendo un lápiz mientras repasa las cuentas, folios ordenados, grapadora y dietario en perfecta formación militar, ella, la salvaje, la que no podía esperar a que se cerrara la puerta del ascensor, la que gritaba tan fuerte cuando se corría, “nunca volverás a ser el mismo después de estar conmigo” le dijo una vez, la única en la que rompiendo su inmaculada rutina, dejó que la penetrara encima de la mesa entre grapadoras que se clavaban en la piel y folios que se derramaban por el suelo. Otro semáforo en rojo. El hombre que nunca volvió a ser el mismo después de estar con ella, observa a la pareja que cruza por el paso de cebra; no más de veinte años, la chica con gafas gigantes y un abrigo de piel que le llega hasta los tobillos, el chico con bigote de oso, pantalones verdes, apretados, ríen, se besan, se miran como jóvenes enamorados, como dos tontos inconscientes o al menos, eso le parece al hombre que observa a la pareja cruzar el paso de cebra. Ella tenía un hijo, Raúl, 5 añitos, un mocoso llorón y bastante consentido que una vez apareció por la oficina para llevársela a casa con la excusa de una fiebre altísima. El marido era escritor, o editor, o corrector, nunca se le ocurrió preguntárselo cuando la tenía montada encima, pero aquel día le pareció que sobre todo era un imbécil: sombrero de cowboy, restos de ceniza en el traje, zapatos caros, de la mano con Raúl II hasta la mesa de la Diosa, “llévatelo a casa, no puedo faltar a la reunión”. Él también escribía, poemas cursis, relatos de gente corriente, poca cosa, nunca se atrevió a leerle ninguno a ella, follaban mucho y muy bien para estropearlo con esas gilipolleces. La pareja ya ha desaparecido de su campo visual, el hombre que también escribía poemas cursis y relatos de gente corriente reanuda su camino, enciende otro cigarro y asume que empieza a llover otra vez con resignación, los limpiaparabrisas no funcionan desde la mañana, en realidad nada funciona desde la mañana, pero en la radio Neil Young ruge como un huracán y empieza a cantar a pleno pulmón, como si Óscar aún estuviera sentado a su lado preparando dos rayas de farlopa, (Óscar murió hace algún tiempo, su importancia es relativa para este relato) y aún siguieran enzarzados en interminables discusiones musicales: Led Zeppelin, Metallica, Soundgarden… que si este toca mejor la guitarra, que si no hay nadie que tenga la voz de Robert Plant… pero Óscar ya no está, se ahogó en una playa de Cádiz, el hombre que canta canciones de Neil Young fue al entierro, lo recuerda porque pocas veces lloró tanto como aquel día. Un semáforo en rojo más. Es tarde. Mira la hora en su reloj de pulsera y suspira, duda entre otro cigarro o un chicle, olvidar o aferrarse, difícil la elección si te acaban de despedir, pero el hombre que tanto lloró el día del entierro de su mejor amigo, pisa a fondo el pedal, hace tiempo que dejó atrás la calle donde vive con su mujer (de ella sólo importa el hecho de que la va a abandonar) y ahora está llegando a las afueras, lo sabe porque las casas son peores y hay días que no recogen la basura, por eso las calles están sucias y huelen mal, como la vida, como todo a su alrededor. No sabe en cuantos semáforos en rojo se ha parado ya.





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